EL ÁRBOL DEL CAFETAL





Presentación

La vida de los humanos está íntimamente ligada a la existencia de los árboles, esos seres de mediana y gran talla que pueden vivir por siglos, inmóviles a la vez que llenos de vida, propia y de otros seres que los habitan, se alimentan de sus frutos, les hacen mantenimiento, en un proceso simbiótico de la mayor importancia para la vida en el planeta.

Todas las especies animales superiores (por su talla y composición orgánica), entre ellas los humanos, han visto la posibilidad de vivir gracias al surgimiento, y el desarrollo previo, de los árboles en el reino vegetal. Y todas las especies, excepto el hombre moderno, lo comprenden y han sido fieles a ese legado, cuyos frutos en todo el planeta se manifiestan en las lluvias, el oxígeno (proceso de la fotosíntesis), y la belleza, que enriquecen la biosfera.

Siguiendo la espiral del progreso convencional productivista, y acumulador en extremo, la moderna sociedad de los humanos se da a la tarea de disponer de los árboles, sus entornos y los seres que perviven entre ellos, talándolos o moviéndolos según lo dictaminan las conveniencias lucrativas, representadas en las selvas y los bosques por diversas alternativas de producción: minería y petróleo, ganadería, cultivos industriales, carreteras… En esa dirección los árboles son objetos movibles y prescindibles, para el avizor hombre de negocios en las modernas sociedades de consumo.

Esta narración hace referencia a diversas circunstancias, sintetizadas en una sola, acaecidas en el antiguo Caldas y el norte del Valle con motivo de la transformación del paisaje boscoso, saturado de árboles, de los antiguos cafetales de café arábigo, por uno despejado, con menos árboles, adecuado a una variedad del arábigo, llamado caturro por ser más bajo y a la vez más rentable. Esto, relativamente, incrementaría el capital, según los estimativos económicos; pero el equilibrio ecológico y el entorno social campesino fueron damnificados.

Bogotá, 8 de Abril de 2014



El árbol del cafetal


Eclosionó en la fértil tierra, al igual que sus hermanos, hace más de un siglo, según cuentas de los entendidos. Una tierra fértil, umbrosa, cálida y húmeda, donde los espigados arbustos de café arábigo necesitaban de su compañía, para protegerse de los calcinantes rayos solares, que solamente de manera sutil penetraban entre el follaje de él, de sus hermanos y otros parientes.

El transcurrir del tiempo estaba marcado por la continua sucesión de los días y las noches, con diversos eventos entreverados como las lluvias, suaves y torrenciales, una que otra ventisca, y ocasionales movimientos del piso que los sacudía a todos, y todos se alteraban, desde los pájaros en sus ramas hasta los humanos, si los había, quienes en medio de voces y gran ruido desaparecían como por encanto. Era un momento impresionante, entre los más impresionantes.

Ser un elemento, entre otros, alterno en la fronda, con uno que otro guácimo como él; matarratón, guamo, mamoncillo, naranjo y chirimollo, los más cercanos; sintiendo la presencia de otros, más distantes, como el ciprés, cuyo aroma, transportado por el viento, en ocasiones perfumaba el entorno de permanente olor a tierra húmeda, ramas y hojas descompuestas. Todos proporcionando, de manera eficiente, la sombra requerida por la multitud de espigados arbustos de café arábigo dispersos en el ondulado paisaje.

Si bien los pájaros y ciertas aves, como el búho y el gavilán, acostumbraban  posarse entre sus ramas; y algunos pequeños pájaros hacían sus nidos entre sus yemas; no era tan frecuentado como el guabo, el chirimoyo o el mamoncillo, que por sus frutos los atraían más, principalmente a los pájaros que los revoloteaban frecuentemente; y entre estos, a su vez, las rapaces hacían de las suyas, al igual que las furtivas y sigilosas culebras que trepaban a los frondosos y concurridos árboles en busca de alimento. Era la rutina de sonidos sostenidos y ruidos imprevistos de criaturas invasoras de los longevos árboles, que como él hacían parte del extenso entorno saturado de vida. Todo hacía parte de una rutina consuetudinaria y hermosa, y a veces sobrecogedora, donde él y los otros, inamovibles e imprescindibles, hacían parte de un todo concatenado.

En la negra tierra húmeda, cubierta de hojas y ramas en descomposición, que lo aprisionaba, dándole vida y sostén, desde sus raíces, se notaba la presencia de algunos habitantes terrestres, regularmente en las noches, deslizándose cautelosos, mientras el búho, entre su follaje, los observaba expectante calculando la posibilidad de convertirlos en sus presas. Eran pequeños animales terrestres, la mayoría roedores, que desaparecían como por encanto ante la ocasional presencia de los zorros. Todo era reiterativo, al ritmo de los días y las noches, aunque con múltiples variantes que no dejaban de sorprenderlo, y le daban un acogedor encanto a su inamovible presencia de más de un siglo en el ondulado cafetal.

Entre la variada sucesión de eventos, como testigo reiterado, la presencia de humanos lo sorprendía por la diversidad de circunstancias que estos generaban, aún entre las situaciones rutinarias, como la toma y retoma de los frutos maduros de los cafetos que, en medio de voces, hombres y mujeres, ejecutaban llenando unos pequeños canastos atados a sus cinturas. A veces trabajando plácidamente, entre murmullos, voces, y los sonidos de una radio colgada de una rama. A veces discutiendo, para luego permanecer en silencio, ante la presencia de un hombre de mirada inquisitiva, que luego se desplazaba a otro lado. A veces, durante el transcurso de su incursión en el cafetal, que comenzaba al aclarar el día y terminaba antes de la puesta del Sol, salvo que lluvias y rayos los ahuyentasen, suspendían las labores para consumir alimentos, echados todos junto a las raíces del gran naranjo, distante de todos los demás árboles, en un claro pastizal, su sitio de encuentro y descanso inmediatos, antes de iniciar el laboreo. Eran las acciones más rutinarias y periódicas de los humanos, a la par con otras que individuos, por temporadas, ejecutaban, como revisar los cafetos, arrancar hierbas, y otras rutinas relacionadas con el cuidado de los arbustos que rojos frutos les daban, el mayor objetivo de su interés, desplazando al resto de consuetudinarios visitantes que luego, al marcharse aquellos, incursionaban sigilosos produciendo leves sonidos sobre la hojarasca. Las otras apariciones de los humanos, eventuales e intempestivas, producían sorpresa y tensión en el entorno, como cuando algunas parejas jugueteaban o retozaban haciéndose mutuas caricias; aunque ciertas situaciones no eran tan placenteras, y eran representaciones molestas de disputas y agresiones. El, en particular, sirvió de muro, en el sombrío ámbito del cafetal arábigo, a algunas parejas que recostadas a su tronco palpaban sus cuerpos mutuamente, transmitiéndole una leve, sostenida, y progresiva tibieza, que se desplazaba por determinadas áreas de su corteza.

La presencia de zorros como ladrones furtivos era algo que también, de vez en cuando, truncaba la plácida rutina entre el zumbido de los zancudos, la humedad, la tibieza, y la mezcla fragante del vaho de la hojarasca, el aroma de las flores y las verdes hojas. El pequeño zorro corría entre los grandes árboles y los arbustos del café, buscando la madriguera salvadora, después de coger un ave de corral que aún pataleaba entre sus colmillos. Los perseguidores con sus perros en ciertas ocasiones irrumpían completando el alboroto, lanzando maldiciones y amenazas a la vez que los perros olfateaban y ladraban. Era un zafarrancho que de vez en vez ocurría, entre diversas secuencias espaciadas de su prolongada existencia de algo más de un siglo, como sombreador en el extenso cafetal. Con el paso del tiempo aquellas esporádicas escenas fueron menguando, y la presencia del zorro no se sintió más. Igual fue ocurriendo con otros ocasionales visitantes a su entorno, como el gavilán que se posaba encima de su copa, acicalándose antes de la previa faena, a la vez que afilaba las garras con el encorvado pico. También su presencia no se sintió más. 

Percibía la movilidad de esos seres como el viento, acechantes y tímidos a la vez, aprovechando sus ventajas, reiniciando sus rutinas, en otros lugares de abundantes presas.  No era su caso, ni el de sus hermanos, ni el de sus parientes, el mamoncillo, el guabo, el matarratón y los otros; eran inamovibles como protectores de los espigados cafetos arábigos, de donde los humanos, en ciertas temporadas, sacaban grandes cantidades de fragantes y rojizos granos de café.

Pero, a diferencia de los otros seres móviles, los humanos eran impredecibles, relativamente impredecibles; algo que sutilmente reafirmaban durante los periodos de faenas entre los cafetos. Sólo que algún día esa impredecibilidad llegó  a su punto límite; y a partir de ese día, se daba inicio al marchitamiento del entorno natural en el que él y sus parientes eran indispensables.

Una mañana, levemente cálida y soleada, apareció un tumulto de humanos con diversos elementos como machetes, hachas, sierras de motores ruidosos, que exhalaban un apestoso humo de gasolina a medida que avanzaban en su labor destructora. De la sorpresa y la impavidez se pasó al caos: los roedores, las serpientes y las lagartijas, los más permanentes huéspedes de su área, corrían a sus madrigueras que progresivamente eran tomadas, mientras unos leves chillidos se escapaban de entre la hojarasca; las hormigas, las arañas, otros insectos y sus orugas se removían nerviosos sobre sus ramas, su tronco y sus hojas; los pájaros y otras aves revoloteaban en las copas de los centenarios árboles que, como él, fueron refugio y hogar de muchas generaciones.

Todos los cafetos caían bajo la fiereza de esos seres, que por momentos se detenían despreocupados y ruidosos, consumían alimentos echados sobre la tierra que pisoteaban, a diferencia de los otros en las rutinarias cosechas de los placenteros días, de la toma y la retoma de los rojizos frutos del café arábigo; y, como frágiles y espigados arbustos que eran,  caían por doquier, arrancados las más de las veces desde sus raíces.

A medida que la hojarasca y la húmeda y negra tierra eran holladas, elementos extraños, hasta entonces para él, fueron apareciendo ruidosos. Eran aparatos que arrojaban bocanadas de repelente humo, inundando el entorno, haciéndolo inhabitable hasta para los pocos y aterrados mosquitos que aún quedaban, refugiados entre el follaje de él y sus parientes a su alrededor.

Nada bueno se presagiaba, mientras los grandes y ruidosos aparatos, repletos de cafetos destrozados, se desplazaban alternativamente, quedando de aquellos, sus compañeros por tanto tiempo, sólo escombros de hojas y ramas dispersas.

El y sus parientes, en su entorno, como gigantes en la desolación que se incrementaba por todas partes, en lontananza, hasta donde sus encumbradas copas percibían, constataban que el extraño evento de arrasamiento era total. Faltaban ellos, lo presentía. Y, cuando ya no había cafetos que destruir, un día cualquiera, levemente lluvioso y sofocante, llegaron los humanos, los miraron de arriba abajo, hicieron extrañas mediciones y de manera selectiva, procedieron, en grupos, a atacarlos desde sus raíces, trepando en ellos, atándole gruesas cuerdas como bejucos. Y, finalmente, encendieron, las ruidosas motosierras. Era el final. 


Ha pasado el tiempo, sus noches y sus días, pesados, mustios, y los humanos labran en febril rutina sobre el ondulado terreno de cafetos muertos, de guácimos, chumbimbos, matarratones, guanábanos, cañafístulos, mamoncillos, chirimollos, naranjos, y tantos otros que al igual que él perdieron importancia, se volvieron intranscendentes, estorbosos, para los humanos transformadores de entornos.

El febril y agresivo accionar en los días de la destrucción y la desbandada fue menguando, a la par con la llegada de otros labriegos  que removiendo la tierra con sus herramientas fueron dispersando las nuevas semillas del nuevo cafeto, pequeño, caturro, más productivo, con menos requerimientos de humedad y sombra, en un espacio mejor aprovechado, de acuerdo a los proyectos de los ambiciosos cultivadores y demás inversionistas. 

El aún allí como otros de su porte, disgregados a grandes distancias, no roban demasiado terreno a los pequeños, robustos y productivos cafetos; no producen excesiva sombra, ni generan demasiada humedad. Un avanzado trabajo de ingeniería productiva.

Al contrario de aquellos tiempos, cuando los labriegos aparecían espaciadamente en los sombríos cafetales, con la regularidad que les permitía a los silvestres habitantes vivir sus vidas, y a él y sus congéneres sentir la plenitud de aquel ambiente que parecía eterno e inamovible; al contrario de aquellos tiempos, ahora, la presencia de humanos bajo el soleado campo ondulado de cafetos enanos era más continua e impredecible.

Es un continuo aparecer de individuos de todo tipo y apariencia que incursionan, regularmente en las mañanas soleadas: unos, con aspecto de curiosos visitantes, recorriendo entre los cafetos, mirándolos detenidamente, mientras toman hojas y granos de un lado y otro, deteniéndose a conversar y señalando a todos lados, para luego marcharse al final de prolongada faena; otros con extrañas indumentarias y el rostro cubierto con una careta, accionando el contenido de la sustancia química en el tanque a sus espaldas, que en forma persistente esparcen sobre los cafetos; y otros, haciendo lo que ya percibía de tiempo atrás, en el desaparecido bosque penumbroso y húmedo, tomando los granos maduros. Era esta la situación menos pesada y tensa de la incursión de humanos en su entorno transformado. Ya los otros, como los roedores, los pequeños y taimados zorros, las serpientes, los búhos, los murciélagos, los gavilanes, otras aves y pájaros, hasta las mariposas, de un tiempo acá poco se notan.

Es la presencia consuetudinaria, reiterativa, de nuevos y extraños elementos, que han entrado a dominar en un ambiente degradado, y poco favorable, para su permanencia y la de los pocos como él que fenecen lenta e inexorablemente, sintiéndose extraños y extrañando la presencia de otros seres que enriquecían el ciclo de su existencia, como contraprestación por el oxígeno, la sombra y el albergue que ellos les brindaban.

Ahora la incursión más permanente a su entorno empobrecido es la de humanos con sus indumentarias, sus ruidosos instrumentos y las molestas y asfixiantes sustancias que esparcen sobre los cafetos, enrareciendo el aire cada vez más raro y denso, donde él poco aporta, como sí acontecía en aquellos tiempos de la fronda, la tierra húmeda y la hojarasca. Solamente sobreviviendo como por inercia, al igual que los otros en lontananza, mientras diminutos insectos y extraños hongos, correlativos al entorno creado por los humanos, se expanden sobre los cafetos y sobre ellos mismos, notándose la ausencia del permanente picoteo de los pájaros insectívoros y otros insectos que eran sus aliados, en un medio de conveniencias y vidas sostenidas. Ahora sólo queda la reiteración de aconteceres entre letales sustancias sofocantes, raros y resistentes parásitos, en el entorno trastocado, mientras él y sus dispersos parientes porfiadamente perviven, en ese medio moribundo y productivo.   



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