HARRY TENIA DOS BOMBAS


Dibujo de un niño sobreviviente


Eran los años de la demencial guerra (¿alguna guerra es razonable?) y Harry, ya en el poder, deseaba reemplazar a Franklin, que le dejaba la silla, de la mejor manera. Era la ilusión del buen ciudadano gringo, a pesar de los azares, la resaca del whisky y una que otra pesadilla. En sus años juveniles, entre pastizales y vacas, algo conocía de la historia de los pioneros desollando búfalos, hermanos y alimento de los incómodos pieles rojas. Eso lo estremecía en las noches estrelladas, entre ronquidos paternales y los gatos en el tejado; aunque, al llegar el día y ponerse de pie a la orilla de la cama, respiraba profundo y sentía admiración por aquellos colonos que su madre, luego de plegarias y oraciones, en prolongadas historias, a él y a sus hermanos les narraba: eran valientes y recursivos, ¡vaya si lo eran!

Con el legado de sus antepasados, las enseñanzas de sus mayores, sus presentimientos y creencias, afrontaba el momento decisorio de la grandeza gringa, en los momentos en que la contienda contra Adolfo, ya difunto, y Benito, igualmente difunto, llegaba a su fin; pero Hirohito, el porfiado Hirohito, aún porfiaba en Potsdam los términos de una rendición.

Era una rendición de hecho, formalizada, porque sus maltrechas fuerzas sólo querían irse a casa, tomar el zake y tenderse en un tapete, en medio de escombros, cadáveres diseminados, y un entorno gris bajo el ruido de los bombarderos aún resonando. Los soviéticos los tenían en la mira, desde antes de Yalta; luego, sólo sería cuestión de días, según lo pactado con Winston y Franklin; les llegarían por aire, tierra y mar; los acecharían como el cauteloso felino a su presa. Sería cuestión de días, lentos y mortecinos días, entre la agonía de un pueblo  combativo y orgulloso y la altiva vergüenza de unos dirigentes políticamente equivocados. Los bolcheviques lo comprendían, por su legado histórico, por sus experiencias vividas; sólo sería cuestión de días.

Harry sabía lo que ocurría, y en Potsdam, entre banquetes, copas y negociaciones, miraba amistoso al flemático Winston y con cierto recelo al taimado Iósif, seguro de lo que tenía en casa después de lo ocurrido donde el gordo Álamo unos días antes. ¡Ah!, la tengo, se decía frotándose las manos inconscientemente, mientras Iósif tomando un trago de vodka remojaba su mostacho, sonriendo, entrecerrados los ojos, conocedor de los acontecimientos gracias a sus informantes entre los gringos infiltrados (aún bajo el calor de la contienda, desde Yalta, se había dado inicio a la guerra fría; el jaloneo entre capitalistas y comunistas).

La ansiedad y la duda no dejaban en paz al impetuoso Harry, que a su regreso de Potsdam, pensaba una y otra vez sobre la decisión a tomar, respecto a los porfiados nipones y los incómodos bolcheviques. Se reunió con los asesores y consejeros, planearon cómo actuar sobre el estratégico territorio que se les podía ir de las manos; el tiempo estaba encima y la decisión era urgente.

El día anterior a la orden Harry comió frugalmente: sólo un par de sándwiches, con refrescos, algo de agua, cacahuates y dos manzanas verdes; finalmente ingirió un par de whiskies. La noche previa no durmió bien; tuvo pesadillas.

La noche, con la calidez característica de un Agosto normal, cubría la vivienda de los Truman, entre leves sonidos y silencios profundos, insinuando la rutina del nuevo día por venir. Era el mundo genérico de los ciclos vitales, superando el particular drama humano. Harry se agitaba en el lecho, exhalando leves sonidos guturales. Bess, a su lado, trataba de dormir, removiéndose entre su ligera cobija de verano, procurando no ser percibida por el inquieto y adormilado consorte. Margaret, en su habitación, sentía lo mismo que la madre. Durante unos instantes se levantó, procurando no llamar la atención, llegó a la cocina, en el piso de abajo, y de la jarra de cristal, junto a la ventana con vista al hermoso jardín de rosas que entre las dos cultivaban, se sirvió medio pocillo de agua de yerbas para calmar la leve ansiedad que la poseía. Pensó en Bess y en Harry, quería hablar con Bess y darle algo del agua de yerbas, porque seguramente, se decía, debe estar en las mismas, sólo que si papá se despierta… y papá es muy impulsivo, ¡vaya si lo es!

La noche cálida y plena continuaba. Era la noche de Harry, del submundo somnoliento, de las voces y las imágenes en tropel y una bandada de halcones, en medio de la niebla, el ruido, llantos y gemidos, revoloteando sobre la pradera entre lagunas. ¿Serán halcones?, se preguntaba Harry, desde la colina avizorando el entorno. Se quitaba y se ponía las gafas. Se frotaba los ojos. Sentía comezón en los pies y un incontenible temblor recorría su cuerpo. ¿Serán halcones?, se preguntaba una y otra vez, y los gemidos que brotaban de la pradera, cada vez más cubierta de espesa niebla golpeaban sus oídos. Una de las tantas aves dejó la bandada y voló sobre su cabeza, como queriendo picotearlo. Harry se agachó protegiéndose con los brazos. Permaneció mirándola detenidamente, mientras el ave retornaba a la bandada que giraba sin cesar, pausadamente, en círculo, sobre la pradera entre lagunas. ¡Es rojo!, dijo, levantando la voz. Bess y Margaret lo escucharon. Bess, medio dormida lo miraba de reojo, rígida, tensa, bajo la ligera cobija de verano. Silencio. Harry dormía boca arriba pareciendo sonreír. ¡Son ellos!, sonó una voz a sus espaldas, tomarán los búfalos desollados, los críos vivos, los moribundos, la pradera toda con sus lagunas, los bosques cercanos, los cultivos y sus semillas. Se harán fuertes y atacarán. Harry sonreía y Bess lo miraba sin poder conciliar el sueño. Harry se frotaba las manos bajo su delgada cobija de verano y Bess se percataba; creía entender lo que le ocurría a su marido. El nuevo día se vislumbraba, tenue, a través de las cortinas de la ventana de la habitación.

El nuevo día llegó, alegre, pleno de luz, sonidos, y la presencia de la servidumbre en la casa presidencial. Harry de pie, al otro lado del salón, pulcramente vestido, como para una trascendental ceremonia, conversaba con los asesores de confianza. Entraron a su despacho, tomaron posiciones, firmó los documentos pertinentes, y finalmente dio la orden. Los dos destructivos fardos serían arrojados para cumplir el objetivo de muerte, destrucción y pánico, sobre referentes poblados de Hiroshima y Nagasaki. Nada mejor, más espectacular, y más impactante, comentaría después en su jadeante discurso a través de los medios de toda la nación.


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