Cuando en los medios
capitalistas ingleses y franceses de mediados del siglo XVIII los
representantes del nuevo estamento burgués, pro industrialista, se sentían
limitados por el conjunto de leyes y normas estatales que les impedían el libre
desarrollo de una economía más dinámica y masificada, que superará los límites
fronterizos y las barreras aduaneras, difundieron el eslogan laissez faire,
laissez passer, acuñado por los fisiócratas franceses contra las normas conservadoras
del agotado Estado monárquico que cada día era más estorboso para la incipiente
sociedad pro-latifundista e industrial. Dicho Estado, propugnador de la
política mercantilista, veía en la acumulación de metales preciosos (oro y
plata básicamente, obtenidos de las colonias de ultramar) y la producción
manufacturera para la exportación, las bases fundamentales de la riqueza y el
poder nacionales. Esto limitaba, por supuesto, a los grupos emergentes en la
agricultura y la industria a gran escala, restándoles protagonismo, movilidad
económica más allá de las fronteras nacionales, y frenando en gran medida su
ímpetu acumulador.
Ya dentro de la dinámica del
industrialismo el vetusto Estado monárquico fue cediendo terreno ante el
desarrollo de los acontecimientos, tanto internos como externos: de un lado el
accionar de la nueva burguesía industrial que exigía y copaba nuevos espacios
económico-políticos; y la paulatina extinción de sus poderes sobre las colonias
de ultramar, como en el caso de América, lo que iba determinando la reducción
de sus fuentes de acopio de riquezas naturales, base importante del sistema
económico mercantilista.
Con la progresiva pérdida de
protagonismo del Estado en la economía, así como su transformación con el paso
de los años, a medida que se conformaban las nacionalidades burguesas
industrializadas, se fue afianzando la concepción ideológica liberal que ya
definía al Estado como un ente básicamente gendarme: dedicado a la diplomacia,
la defensa de fronteras y otros intereses nacionales, el control y la
represión, y otras situaciones que no interesaba, de momento, a la creatividad
e iniciativa de los individuos particulares.
De esta manera los agentes de
la economía industrializada, que habían logrado reducir las iniciativas
económicas del viejo Estado a su mínima expresión, se sintieron con la
capacidad suficiente para imponer determinadas leyes concomitantes con la nueva
situación social. Entre ellas la más dramática, por las características de
crueldad a que se llegó en pro de la producción en serie y el incremento de
capitales: la utilización de grandes contingentes de población desposeída.
Esta población utilizada en
forma masiva e indiscriminada (hombres, mujeres, ancianos y niños), en las
circunstancias anteriores al industrialismo habían vivido como campesinos y
artesanos básicamente, que a pesar de las dificultades que debían afrontar por
el parasitismo de los señores feudales, las enfermedades, los accidentes
climáticos, entre otras, nunca habían vivido una situación tan apocalíptica
como cuando fueron convertidos en ejércitos obreros de la producción masificada
en grandes factorías.
La gran mayoría de campesinos
desarraigados por individuos aventureros, funcionarios y feudales oportunistas,
beneficiarios de las nuevas condiciones socio-económicas burguesas, con la
complicidad de los decadentes Estados monárquicos, que les avalaban títulos de
propiedad individual sobre tierras baldías o comunitarias, habían perdido, esos
campesinos, toda opción productiva al no corresponder su cotidiano quehacer a
las nuevas exigencias económicas de la naciente sociedad industrialista. De
esta manera se dio inicio a los denominados cultivos industriales: cereales,
lana, carnes, entre otros, bajo la modalidad del propietario o arrendatario
asistido por capataces y obreros a sueldo o jornal. Para esto mucha gente
sobraba, o simplemente no aceptaba esas nuevas condiciones, y terminaba
aglomerada en los nacientes centros industriales, sin más recursos que sus
fuerzas físicas.
La población desposeída, que
veía reducidos y transformados sus espacios familiares y entorno ambiental (las
más de las veces de gran calidad natural), donde todos trabajaban,
tradicionalmente unidos, al ritmo que les permitían sus necesidades y
capacidades, tuvo que aceptar, casi de manera repentina, someterse a
exhaustivas jornadas laborales en factorías insalubres durante doce horas en
promedio, donde igual laboraban hombres, mujeres y niños, que luego terminaban
en viviendas de, igualmente, insalubres condiciones, para retornar al día
siguiente a los centros de suplicio, como decían los inconformes que
exteriorizaban sus cuitas. La alimentación, la recreación, la educación y la
salubridad, entre otras necesidades básicas humanas, se destacaban por su
escasez o carencia total. La anemia y la desnutrición, la disminución de las
facultades mentales, las diversas infecciones propias de ambientes insalubres,
se hicieron tan manifiestas que el desdeñado Estado se vio forzado a intervenir
ante los liberales magnates del nuevo capital, para que le bajarán el ritmo a
sus exigencias productivas y se percatarán de que esos seres, que les generaban
y acrecentaban las riquezas, no eran equiparables a las máquinas. De hecho hubo
quienes suavizaron las exigencias a los nuevos trabajadores, pero las
condiciones de competencia y demanda (algo muy típico en la Inglaterra pionera
del industrialismo capitalista) hacían que se soslayaran en determinados casos
las mínimas garantías, siendo común las muertes en los sitios de trabajo,
principalmente de niños que claudicaban al no poder soportar más el maltrato
físico y espiritual durante las agotadoras jornadas de trabajo, prácticamente
forzado. Todo ese cuadro social que pesaba sobre los hombros de los desposeídos
llevó a muchos a situaciones dramáticas como la rebelión, el suicidio colectivo
(de familias), el bandolerismo, la mendicidad y la prostitución.
Los capitalistas de nuevo cuño,
tanto los industrialistas del campo, como los de las nuevas factorías urbanas,
no solamente rompieron abruptamente las normales condiciones de vida de miles
de seres humanos, sino que dieron inicio a la mayor transgresión que el hombre
(principal consumidor y transformador de entornos) ha realizado de las
condiciones ambientales desde los inicios de su actividad agrícola. Aunque por
sus características de consumidora altamente desarrollada, la especie humana,
paulatinamente, va agotando las riquezas bióticas (flora y fauna) del planeta,
con mucha más celeridad que cualquier otra especie, es sólo a partir de la
eclosión industrialista cuando dicha dinámica adquiere características
dramáticas, por el desmedido incremento del proceso lógico-natural de
agotamiento vital, que bajo otras condiciones de desarrollo (sostenible y
limitado) presentaría entornos más convenientes para los seres vivos en su
conjunto.
Ya afianzados los industriales,
banqueros y comerciantes, desde el siglo XIX, en las diversas naciones,
desarrolladas y subdesarrolladas (según los parámetros capitalistas) las leyes
de la economía social, en todos sus aspectos, han sido implementadas por los
ideólogos apologistas del capitalismo (desarrollistas, monetaristas, y otros
afines), que a partir de los grandes centros industrializados diseñan las
políticas socioeconómicas de naciones cada vez más interdependientes. Globalización
y economía de mercados, son los dos productos finales de mayor alcance, gracias
al gran avance de las comunicaciones, la ciencia y la tecnología.
Bajo estas circunstancias los
aparatos estatales y de gobierno que, por lo menos formalmente, a partir del
sufragio ciudadano habían adquirido el carácter de máxima legitimidad, a
diferencia de los anteriores, han ido perdiendo consistencia administrativa de
lo público (los intereses comunitarios convergentes: servicios públicos y
afines), su máxima función, que lleva a costosas elecciones de carácter
democrático en muchos países. Estos entes han terminado por convertirse en
elementos manipulables, de acuerdo a los vaivenes del mercado y las urgencias
de los magnates del capital. Además, es notoria la alta representatividad, de
dichos magnates, de manera directa o indirecta, a través de agentes
involucrados con diversos grupos económicos, en los puestos claves de la
dirección estatal.
Con todas las prerrogativas a
su alcance, los dueños del capital deciden, las más de las veces, lo que debe
ser o no, hacer o no hacer, el Estado de nuevo tipo bajo su arbitrio:
básicamente como gendarme, cuidandero, relacionista, estafeta y demás funciones
afines, que en un momento dado no generan atractivas ganancias (claro, cuando
las cosas cambian todo es permutable); además, si las circunstancias lo exigen,
ciertas y puntuales intervenciones, con recursos públicos, generalmente, del
manejable Estado, son aceptables para los pragmáticos empresarios a fin de
evitar el desplome de cualquiera gran entidad productiva o financiera, debido a
eventuales inconsistencias en el intrincado mundo bursátil, equivocados manejos
particulares o una deficiente gestión competitiva.
Los efectos de la economía
capitalista y de mercados, producto del acelerado avance industrialista,
intensivo al extremo, en la búsqueda de la acumulación máxima de riqueza
convencional (representada condensativamente en dinero y títulos de valor)
entre competidores económicos de diverso tipo, es mensurable, cuantitativa y
cualitativamente, a gran escala, en todos los órdenes: sociales, bióticos y
ambientales. Situaciones como el consumismo (consumo compulsivo, estimulado y
dirigido, a través de los medios regularmente, de grandes volúmenes de
productos de todo tipo); la degradación de bosques, selvas y aguas, para la
obtención de materias primas (petróleo, minerales, maderas, etc.) básicas para
la producción masiva de mercancías, además del uso indiscriminado de esos
suelos para ganadería y cultivos comerciales (incluidos los narcóticos); y todo
un accionar interrelacionado bajo la dinámica de los mismos agentes, herederos
de aquella generación de astutos y laboriosos hombres que eclosionó en el
devenir histórico de la humanidad a partir del siglo XVIII; se han ido
desarrollando, tales situaciones, de manera acelerada, incontenible y
acumulativa. Posiblemente aquellos no previeron las consecuencias, con el
transcurrir del tiempo, de esos románticos impulsos de crecimiento capitalista
mediante un industrialismo sin límites.
Dentro de la concepción
capitalista de las relaciones sociales, el Estado se percibe como un híbrido
maleable de acuerdo a las particulares conveniencias de los diversos magnates
de la economía. Mientras las cosas funcionen, sin contratiempos, y el capital
se acrecienta plácidamente, exclaman al unísono: dejadnos hacer, no
intervengáis, no nos estorbéis. De ocurrir lo contrario, cuando las ganancias
se degradan y el espíritu de triunfo flaquea, dicen de manera susurrante y
lastimera: venid a ayudarnos, sácanos del atolladero y, de paso, asiste a esa
multitud que pierde tanto como nosotros.